I. Prólogo.
En las noches de verano, en la aldea junto al río, qué hermoso es sentarse bajo un árbol a tomar fresco, abanicándose con una hoja de banano.
Los hombres y las mujeres conversan de bueyes perdidos, cuentan historias. Los chicos cantan canciones o juegan a las adivinanzas.
Sólo el viejo Tao se sienta solo, día tras día. Porque en su vida nunca ha ido a la ciudad, no ha visto el mundo, no tiene nada de qué hablar. Medio ciego, medio sordo, si se le pregunta una cosa responde siempre cualquier otra, y cuando habla siempre son palabras odiosas; por eso nadie le presta atención.
Cada tanto, sin embargo, cierra los ojos y murmura para sí mismo. Aunque el lenguaje es confuso, prestando atención uno se encuentra aquí y allá con una o dos frases de cierto interés.
A la medianoche todos los que tomaban el fresco ya se han ido. Vuelvo a casa y enciendo la luz, todavía no quiero dormirme, así que escribo las palabras que escuché, una tras otra. Al repasarlas sobre el papel, sin embargo, las encuentro totalmente vacuas.
Alguien como el viejo Tao, ¿qué podría tener de interesante para decir? Puesto que ya las he escrito, simplemente las dejo.
Sólo que, pienso, ¿Qué sentido tiene? Ni yo sé qué responder a esto.
8 de agosto del 8vo año de la República. Escrito a la luz de la lámpara.