Este texto de Lu Xun (1881-1936) pertenece a «Flores del alba cortadas al atardecer», libro de 1927 donde el máximo escritor chino del siglo XX recuerda episodios y personajes de su infancia.
Ah Chang y el Clásico de las montañas y los mares
Mamá Chang, ya lo dije en algún lado, era una empleada de nuestra casa, encargada de cuidarme; en pocas palabras, era mi niñera. Mi madre y muchas otras personas ahí la llamaban Mamá Chang porque al parecer esta forma de llamarla resultaba un poco más cortés. Sólo mi abuela materna la llamaba Ah Chang. Yo, normalmente, la llamaba Mamá Ah, sin el caracter “Chang”, pero cuando comencé a odiarla, sobre todo cuando descubrí que era ella quien había tramado la muerte de mi topo, decidí llamarla directamente Ah Chang.
En nuestro pueblo no existía nadie con el apellido “Chang”. Ah Chang era gorda, de tez amarilla y baja estatura, por lo que “Chang” no podía usar como adjetivo para describirla [1], y tampoco era su nombre. Me acuerdo que me dijo una vez que su nombre era muchacha noséqué. Olvidé hace rato el contenido de ese noséqué, pero en todo caso su nombre no era Chang, y tampoco sé, finalmente, cuál era su apellido. Una vez, recuerdo, me contó el origen de su apodo: en mi casa antes de ella había una empleada muy alta, la verdadera Ah Chang. Después esta se fue y muchachaNoséqué vino a reemplazarla, pero como todos ya se habían acostumbrado al otro nombre decidieron mantenerlo, y desde entonces ella se convirtió en Mamá Chang.
Sé que no está bien hablar de los defectos de las personas a su espalda, pero si tengo que ser honesto debo decir que en realidad no la respetaba demasiado. Lo que más odiaba de ella era su costumbre de andar siempre murmurando. Le susurraba algo a alguien, bien bajo, mientras erguía y agitaba en el aire uno de de sus dedos, o señalaba al otro o su propia nariz. Cada vez que había una pequeña tormenta en mi casa, yo sospechaba, no sé cómo, que estaba relacionada con este murmullo. Además, no me dejaba moverme; si arrancaba una hoja de pasto o movía una piedra decía que me portaba mal e iba y le contaba a mi madre. Luego, al llegar el verano, se dormía en el medio de la cama con brazos y piernas estirados, formando un caracter 大, dejándome tan poco espacio que no podía ni darme vuelta y debía dormir en un borde del colchón, cocinado por el calor. Era en inútil que la empujara o que la llamara, ya que no se movía ni me escuchaba.
“Mamá Chang, tan gorda, debe sufrir el calor. ¿No debe ser muy agradable su pose al dormir, no?” Así le había hablado mi madre después de escuchar mis quejas varias veces, y yo entendí que le sugería de esa forma que me diera un poco más de espacio en el colchón. Ella no abrió la boca, pero al llegar la noche, cuando me desperté agobiado por el calor, descubrí que estaba como siempre despatarrada sobre el colchón, con un brazo atravesado sobre mi cuello. Realmente no hay caso, pensé.
Sin embargo, Ah Chang a la vez entendía muchas reglas para las que por lo general yo no tenía paciencia. El momento más alegre del año naturalmente era la víspera de año nuevo. Tras despedir el año, los niños recibíamos de los grandes el dinero de año nuevo envuelto en un sobre rojo. Había que ponerlo junto a la almohada durante una noche y luego podíamos usarlo como quisiéramos. Acostado en la cama, mirando el sobre rojo, pensaba en los tamborcitos, las pistolas y cuchillos, figuritas de barro y bodisatvas de caramelo que me compraría al día siguiente… En ese momento entraba ella y ponía una naranja de buen augurio en la cabecera de la cama[2].
“Hermanito, ¡acordate bien!” decía solemne. “Mañana es el primer día del primer mes lunar. A la mañana, apenas abras los ojos, la primera frase que tenés que decirme es: Ah Ma, felicidades, felicidades. ¿Te vas a acordar? De esto depende la suerte de todo un año. No está permitido decir otras palabras. Una vez dichas estas palabras, tenés que comer la naranja.” Y agarraba la naranja y la sacudía frente a mis ojos. “De esa forma, un año entero tranquilo y sin problemas…” Acordándome del año nuevo hasta en el sueño, al día siguiente me despertaba bien temprano y me sentaba sobre la cama. Ella enseguida estiraba un brazo y me agarraba. Cuando yo la miraba, sorprendido, veía sus ojos puestos en mí con una expresión de pánico; a la vez, como exigiéndome algo, me sacudía el hombro. De golpe me acordaba:
“Mamá Ah, felicidades…”
“!Felicidades, felicidades! ¡Felicidades para todos! ¡Pero qué chico tan inteligente! ¡Felicidades!” Se echaba a reír con aspecto satisfecho mientras metía en mi boca una cosa fría. Luego de la sorpresa inicial, yo me acordaba de repente que esta era la dichosa naranja de buen augurio, la tribulación de cada comienzo del año nuevo. Pasado esto, podía bajar de la cama e ir a jugar.
Las razones que me enseñó fueron muchas. Por ejemplo, decía que cuando alguien se moría no había que decir “murió”, sino que “se había ido de viejo”; no había que entrar en un cuarto donde había muerto alguien o había habido un nacimiento; si se caía un grano de arroz al piso había que levantarlo y lo mejor era comerlo; no había que pasar por debajo de una varilla de bambú con pantalones secándose. Aparte de estas, la mayoría las he olvidado, sólo recuerdo claramente el extraño ritual de año nuevo. En todo caso, eran reglas extremadamente irritantes. Hasta el día de hoy, al acordarme siento cuán irritantes resultaban.
Hubo una vez, sin embargo, que sentí hacia ella un respeto sin precedentes. Muchas veces me hablaba acerca de “Los hombres de Cabello largo.” Dentro de este nombre parecía englobar no sólo al ejército de Hong Xiuquan[3], sino a todos los rebeldes y bandidos posteriores, salvo el Partido Revolucionario, que todavía no existía. Decía que los “Hombres de Cabello Largo” eran realmente temibles y que su lengua era incomprensible. Justo antes de que entraran a la ciudad, toda mi familia había huido hacia la costa, salvo por un portero y una vieja cocinera que se quedaron para cuidar la casa. Cuando los “Hombres de Cabello Largo”, como se esperaba, entraron por la puerta, la cocinera los saludó exclamando “Gran Rey” –pues así parecía que había que dirigirse a ellos-, mientras se quejaba del hambre que pasaban. El hombre de cabello largo, riéndose, dijo: “Entonces, te doy esto para que comas”, y arrojó una cosa redonda, que traía una pequeña trenza: era la cabeza del portero. La vieja cocinera se quedó paralizada del miedo. Más tarde, bastaba que se recordara la anécdota para que la cara se le pusiera pálida, mientras decía, golpeándose suavemente el pecho: “Casi muero del susto, casi muero del susto…”
En el momento en que me contó esa historia al parecer no tuve miedo, porque pensaba que estos hechos no tenían nada que ver conmigo: al fin y al cabo, yo no era un portero. Ella pareció darse cuenta y agregó: “A chicos pequeños como vos, los Hombres de Cabello Largo los agarraban como esclavos y los convertían en pequeños Hombres de Cabello Largo. Lo mismo pasaba con las muchachas hermosas: eran tomadas como esclavas.”
“Entonces, vos tenías razones para temer.” Yo pensaba que ella sin duda debía ser la más segura de todas, ya que no era portera ni tampoco un niño pequeño; además, no era naturalmente hermosa, y tenía encima el cuello lleno de cicatrices a causa de una enfermedad.
“¿Cómo?”, dijo seriamente. “¿Te pensás que no les servíamos? A nosotros también podían llevarnos de esclavos. Cuando había soldados frente a las puertas de la ciudad, los Hombres de Cabello Largo nos hacían sacarnos los pantalones y pararnos, en filas, sobre el borde de la muralla, así el cañón de afuera no podía disparar, a riesgo de hacernos explotar.”
Esto realmente superaba todo lo que yo había podido imaginar, y no pude no sorprenderme. Siempre la había visto como una persona llena de molestas convenciones, y ahora venía a descubrir que había en ella una fuerza fuera de lo común. A partir de ese momento me surgió un respeto especial hacia ella, de una profundidad insondable: esa costumbre nocturna de estirar manos y pies y ocupar toda la cama era, claramente, algo perdonable; era yo el que tenía que ceder. Aunque el respeto se fue atenuando poco a poco con el tiempo, sólo desapareció del todo cuando descubrí que ella había tramado la muerte de mi topo. En ese momento la interrogué muy seriamente y la llamé en la cara Ah Chang. Yo no iba a convertirme en un pequeño Hombre de Cabello Largo, no iba a atacar una ciudad, ni a disparar un cañón, ni menos aún a explotar de un cañonazo. ¿Qué miedo me podía dar ella?
Mientras hacía el duelo por el topo y lo vengaba, a la vez me encontraba pensando ardientemente en una versión ilustrada del “Clásico de las montañas y los mares.” Este deseo había sido excitado por un lejano tío abuelo, un viejo gordo, afable, a quien le gustaba sembrar ciertas flores y plantas, como la zhulan, el jazmín y otros por el estilo, así como algunos rododendros muy raros, al parecer traídos del norte. Su mujer era su exacto opuesto; confundida acerca de todo, una vez puso el palo de bambú usado para secar la ropa sobre las ramas del zhulan, las ramas se quebraron y encima ella se puso a insultarlo, furiosa. Como no tenía nadie con quién conversar este anciano estaba bastante solitario, y por eso le gustaba estar con los niños, al punto que a veces nos llamaba “pequeños amigos.” En la residencia multifamiliar donde vivíamos, él era el único que tenía muchos libros, y además libros especiales, ya que aparte de los ensayos en ocho partes y los poemas para los exámenes, que naturalmente también tenía, había libros que sólo en su biblioteca he visto, como el “Explicaciones de las plantas, árboles, pájaros, bestias, insectos y peces presentes en el Clásico de la Poesía” de Lu Ji y otros muy raros. Lo que más me gustaba leer entonces era el “Clásico de las flores”, que tenía muchas ilustraciones. El me contó entonces que había tenido antes una edición toda ilustrada del “Clásico de las montañas y los mares”, donde se podían ver bestias con rostro de hombre, serpientes de nueve cabezas, pájaros de tres pies, hombres a los que les nacían alas, y monstruos sin cabeza cuyos ojos estaban en ambos pechos… Pero desafortunadamente no sabía dónde lo había puesto.
Yo deseaba fervientemente ver esos dibujos, pero me daba vergüenza insistirle para que lo buscara, ya que él era demasiado perezoso. Si le preguntaba a otros, nadie estaba dispuesto a responderme seriamente. Del dinero de año nuevo me quedaban unos cientos que me hubieran alcanzado para comprarlo, pero tampoco tenía oportunidad. La avenida donde estaban las librerías estaba lejos de mi casa; en todo un año solamente tenía oportunidad de ir ahí el primer mes del año, y en ese momento las puertas de las dos librerías estaban bien cerradas. Mientras estaba entretenido jugando no pasaba nada, pero apenas me sentaba me ponía a pensar en ese libro ilustrado del “Clásico de la montañas y los mares.” Tal vez porque no paraba de hablar de esto y parecía incapaz de olvidarme del tema, hasta Ah Chang terminó por inquirir qué pasaba. Yo nunca había hablado de esto con ella, pues sabía que era analfabeta y que por lo tanto era inútil. Pero ya que había venido a preguntar, le conté todo.
Más de diez días después, o tal vez un mes, todavía me acuerdo perfectamente, fue cuatro o cinco días después de que pidiera licencia para volver a su casa, volvió vestida con una camisa azul nueva y apenas me vio me dio un paquete de libros, diciéndome: “Hermano, “El Clásico del Mar y las montañas” ilustrado, te lo compré.” Fue casi como si me hubiera pegado un rayo, sentí todo el cuerpo estremecido por la sorpresa; lo agarré y abrí el envoltorio de inmediato, eran cuatro libros; empecé a pasar las hojas: bestias con rostro de hombre, serpientes de nueve cabezas…. ahí estaba todo. Esto hizo que surgiera en mí un nuevo respeto. Lo que otros no querían o no podían hacer, ella lo había llevado a cabo: realmente tenía una capacidad sobrehumana. El resentimiento que le tenía por la muerte de mi topo desapareció desde este momento.
Estos fueron los primeros cuatro libros que tuve en mi vida y los más preciados de todos. Todavía puedo verlos como si los tuviera en frente, pero lo que veo es un volumen impreso en forma muy tosca: el papel era amarillento y las ilustraciones burdas, al punto de que estaban compuestas casi completamente de líneas rectas y hasta los ojos de los animales eran cuadrados. Sin embargo, era mi tesoro más preciado, y lo que yo veía eran realmente bestias con rostros de hombre, serpientes de nueve cabezas, un buey con un solo pie; el monstruo Dijiang semejante una bolsa, o el monstruo Xingtian, sin cabeza, “con los pechos por ojos y el ombligo por boca”, bailando con el escudo y el hacha en la mano.
Más tarde junté muchos más libros ilustrados, tuve el “Erya yintu” y el “Ilustraciones de objetos y seres del Clásico de la poesía” en impresión litográfica, entre otros. Del “Clásico de las montañas y los mares” compré también un ejemplar con impresión litográfica: cada volumen tenía sus ilustraciones explicativas, dibujos color verde y caracteres rojos, mucho más finos que los del grabado en madera. Hasta hace un par de años todavía tenía este volumen, era una versión comprimida con comentarios de He Yihang. El volumen grabado en madera, en cambio, lo perdí no recuerdo en qué momento.
Mi niñera, Mamá Chang, esto es, Ah Chang, se fue de este mundo también hace alrededor de treinta años. Nunca supe su apellido o su nombre, ni tampoco su historia; sólo sé que tenía un hijo adoptivo, un huérfano al que había adoptado luego de quedar viuda durante su juventud. Espero que la oscura y generosa madre tierra guarde dentro suyo para siempre su alma.
[1]Chang significa “largo”.
[2]Nota: 福橘, el “fu” del primer caracter refiere a la provincia de Fujian, pero también quiere decir felicidad (por ende: naranja de la felicidad). Era una costumbre típica de la gente del sur.
[3]Se refiere al líder de los Taiping, que a mediados del siglo XIX encabezó una rebelión campesina contra el Estado de los Qing, la cual desembocó en una guerra civil con un saldo de decenas de millones de muertos.